“EL AIRE QUE CIRCULA”
Era una mañana radiante. Juan abrió la ventana y sintió el calor del sol en sus párpados. Dejó entreabierto.
Prendió la luz de la cocina. Al imaginar su calidez, se sintió acompañado. Después encendió la hornalla y se preparó un café. Cuando se fue a vivir solo sus manos recorrían los estantes meticulosamente, hasta que logró apoderarse de cada espacio. Sacó las galletitas de salvado del estante de la derecha. La mermelada la sacó del de la izquierda, donde guarda los frascos y latas.
Fue a desayunar cerca de la ventana. Caminó con cuidado. Juan sabe que de vez en cuando aparece algún ángulo. Dejó las cosas en la mesa y antes de sentarse prendió la radio:
“El aumento de los contagios obliga a las autoridades a replantearse las medidas de aislamiento”. “Estamos teniendo un día completamente despejado, pero en las primeras horas de la tarde el viento norte puede traer lluvia”. “Feroz robo y asesinato en el barrio de Balvanera: todavía no había amanecido cuando dos delincuentes atacaron a un hombre de cuarenta y cinco años. La víctima se dirigía a la parada del colectivo para ir a su trabajo cuando…”.
A Juan se le cayó café en el pantalón. Fue a la cocina, buscó el repasador, no lo encontró. Él siempre sabía dónde estaban las cosas pero esta vez no. Se sentó a escuchar el final de la noticia. Se acordó de la noche que lo atacaron. Antes de esa noche no era necesario que las cosas estuvieran guardadas siempre en el mismo lugar.
Recordó el golpe en la cabeza y el ritmo de su respiración fue el presente. Ahora el viento había cambiado. Juan se acercó a la ventana. La radio se convirtió en el sonido de fondo.
Recordó el cartel de luces intermitentes de neón verde. Lo último que vio, desde el piso.
Cerró todas las cortinas. Le pareció que llegaba música de afuera, pero era la radio: la canción decía algo del amor lejano o a distancia.
La internación fue larga. Un largo y profundo silencio que se rompía con unos pasos firmes y decididos. En realidad eran varios pares de pasos. Algunos venían a hacer la limpieza, otros traían el desayuno y otros eran de los controles médicos. Pero eso Juan no lo sabía. Para él las voces eran como burbujas flotando, chocando y dispersándose en el aire.
Hasta que una tarde le pareció reconocer una voz. Solo captó algunas palabras: río, dieciséis, atardecer, llegué, regalo. Desde que salió de la internación esa voz se balanceaba en la laguna mental de aquellos días.
La ventana del living seguía entreabierta. “…No hay bella melodía en que no surjas tú, ni yo quiero escucharla…”. La canción estaba adentro de su casa “…más allá de tus labios, del sol y las estrellas…”. Bajó el volumen, subió el volumen. Fue a la cocina pero no quería más café, tampoco ordenar la habitación. “…Es que te has convertido en parte de mi alma…” insistía la radio.
Juan se burlaba de ella cuando cantaba esta canción. Recordó que exageraba con los brazos, con los gestos. Se hacía la cantante “…ya nada me consuela si no estás tú también…”
Recordó su voz. Y aquellas palabras sueltas se convirtieron en frases: Al principio él tenía quince y yo dieciséis. Nos pasábamos horas en el río. En verano nos encontrábamos al atardecer. Todavía tengo el primer regalo que me hizo.
Alejandra fue su primera novia. Juan estaba muy enamorado pero, después de tres años, de un día para otro ella lo dejó.
Eso fue hace quince años. ¿Por qué apareció después de tanto tiempo? ¿Por qué aparece después de tanto tiempo? ¿Se acordará de las mismas cosas o habrá cosas de las que yo no me acuerdo?
Ahora se mezclaba el ruido de afuera con la radio que sonaba inerte.
¿Dónde estará el bastón? ¿Dónde lo habré puesto cuando lo compré? Seguramente a ella el bastón blanco le va a parecer grotesco. Qué importa lo que ella opine. Debe estar en el armario del pasillo.
En la radio sonaba otro programa: hablaban fuerte, se reían de cualquier cosa y la música era estridente. Pero a Juan no le molestó.
Desplegó el bastón y tanteó los muebles: estaban más separados de lo que creía. Todo sonaba distinto: las patas de la mesa eran graves, las puertas del bajo mesada, agudas.
Se acordó de que su color preferido era el azul. Ahora la palabra azul era su color preferido. Trató de ir más despacio. Pudo recordar también que el color preferido de Alejandra era el verde. Fue al placar. Seguro que tengo algo verde. Creo que esta remera es verde, pero no, es la que tiene los botones, entonces es la azul. Me pondría unos zapatos marrones con cordones que nunca estrené, pero mejor me dejo las zapatillas. Creo que son azules.
Quién sabe de qué color estoy vestido -pensó-. Da igual.
Cerró la ventana. Ya no hacía tanto calor. Se aseguró de que las perillas de la cocina estuvieran cerradas. Luego se lavó los dientes, se puso perfume y se arregló el pelo.
Sacó la mochila del placar. Encontró la billetera y se alegró al comprobar que tenía más plata de lo que creía. Agarró el bastón, salió de su departamento y cerró la puerta con las dos llaves. Adentro seguía sonando la radio. Era como si se quedara una amiga para cuidar todo.
En la entrada del edificio percibió a Malena, la gata que alimentan los vecinos y duerme en el palier. Nunca había reparado en ella. Cuando pasó, Malena maulló, Juan le acaricio la cabeza y esa consistencia felina le dio valor para seguir. Salió a la calle.
No hacía frío ni calor.
Los ruidos habían cambiado o quizás eran los de siempre, solo que ahora reconocía de dónde venían. Un bocinazo por la izquierda, un bebé lloraba a los gritos atrás de él y las risas de unas chicas pasaron corriendo por al lado.
Llegó a la esquina. Dobló. Voy a ir. Todo se mezclaba: las frases de aquella visita inesperada, con los recuerdos lejanos de las canciones. Sí, su voz siempre volviendo. Como yo que volví a salir y voy en esa dirección. ¿En qué dirección iba? En realidad estaba yendo hacia adelante, por primera vez en mucho tiempo.
Se escuchó un piano. Juan se detuvo. Luego siguió despacio. Y a pesar de que la melodía se iba alejando esa música lo guiaba: había por delante un nuevo camino.
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