“EL PORTARRETRATOS”
Finas guirnaldas de hilos dorados colgaban de sus extremos.
Es el portarretratos para Bea, me ilusionaba cada vez que lo contemplaba en la vidriera. Pero seguía caminando resignada porque era muy caro.
En un concurso de un programa de radio gané una beca para participar en un seminario de repostería, en la escuela del prestigioso Víctor Bouchard.
Fueron tres clases.
En el primer encuentro nos enseñaron a “hacer base”, que era la elaboración de un bizcochuelo. Estaba contenta. Cuando terminó la reunión me encaminé a tomar el colectivo. Creo que el portarretratos y yo nos descubrimos mutuamente, y que el destino inexorable me condujo hacia él. Lo quería y estaba dispuesta a hacer cualquier cosa para conseguirlo.
Durante el segundo encuentro sólo imaginaba la única foto de Bea mi adorada gata, instalada en el portarretratos de mis sueños. El regreso me llevó hacia él. Aquella tarde estaba resplandeciente. Pero mi única opción fue buscar las monedas para viajar y seguir mi camino.
En la tercera clase se respiraba un aire de excesivo espíritu amistoso.
– ¡El último día siempre estamos eufóricos y desbordados!- Dijo Bouchard, que bebía champagne sin parar. En el medio de tanta exaltación apareció Marita. Su mano derecha y la encargada de sacar las fotos de despedida. Inmediatamente mis compañeros le empezaron a dar sus cámaras. Yo no tenía.
El maestro se mezclaba con torpeza entre el grupo para poder salir en todas las fotos y repetía sin parar:
–¡No se tapen, no se tapen!
Tenía la mirada cristalina y el rostro carmesí.
Era el principio del fin.
Repentinamente Bouchard fue a su oficina, abrió la ventana y descorcho otra botella. Fui hacia él. Había tomado una decisión y ya nada me importaba.
Me invitó a entrar y a beber. Acepté.
Se asomaba por la ventana cantando con la copa en la mano. Abstraído y regocijado a la vez.
-¡Está bien maestro, está bien! –le dije entre dientes-le pido esa plata a Marita, compro lo que usted quiere y se lo traigo en seguida…
-¡Sí! ve y dile y canta y bebe- Me contestó mientras agitaba los brazos incitándome a salir.
–Marita, me dijo el maestro que le pidiera plata para comprar champagne, se acerca el momento del brindis final, del cierre y ya no queda nada.
-¡Estoy desbordada! –me interrumpió– Los anteojos se me caen, tantas cámaras que no entiendo y este calor me tiene loca. Vas a tener que esperar.
¡No! – casi aullé-.
Me miró.
-Disculpe. Ya es tarde y van a cerrar los negocios y sería una lástima estropear la alegría del maestro- Insistí.
Suspiró resignada y sin mirarme me dio más dinero del que yo esperaba.
Salí corriendo. Llegué y me miré en la vidriera: nada había cambiado. Estaba agitada pero feliz.
Finalmente entré.
Mi reina felina ya tenía su trono. Y mis pasos fueron encontrando su rumbo en el atardecer.
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